Al
principio quise convencerme de que era otra persona. Pero no, mis sentidos no mentían: era ella, y
estaba parada frente a mí.
Podría decirse que era de esperarse: estaba en medio de una guerra con
el pecho como un pan mojado de tanto plomo recibido y cada vez que tosía, salpicaba
de sangre el polvoriento suelo. El sudor
y los escalofríos llegaban a darle fuerza a mi argumento: era el momento, era
ella. Me arrastré como pude hasta sus
pies y tosí nuevamente. Esta vez con más
fuerza. Me llevé la mano a la boca para
taparla, para tapar el disparo de sangre que se fugaba de mis entrañas, y
cuando terminé de escupir la sangre que quedaba dentro de mi boca, le grité
bastante furioso: ¿Qué esperas?, ¡llévame ya! ¡Hazlo rápido, haz tu trabajo! A lo que ella me respondió apaciblemente: “eso
no me toca a mí. Yo soy la Tuberculosis,
solamente vengo a ver el final y firmar la ficha. Ella… ella viene cabalgando una bomba que
arrojarán en menos de dos minutos sobre este lugar, es medio impuntual”.
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